Ya he dejado de preguntarme qué
tiene esta ciudad para atraparte y no dejarte escapar, porque ninguno de los
motivos que se me ocurren me parece suficiente. Ni siquiera su sol agonizante, incendiándose
tras los edificios, ni ese último segundo antes de que se enciendan las luces. Ni
siquiera su forma de acogerte cuando acabas de llegar, o de no querer soltarte
la mano cuando te vas. Su manera de obligarte a volver. Ni todos los gatos
callejeros con sus ojos grandes diciéndote que aquí nunca vas a estar solo, ni
las calles llenas de gente en las que olvidarte de todo lo demás. No hay
motivos suficientes para enamorarte a primera vista y convencerte de que el
amor no va de personas diciéndose te quiero, sino de sentir que no serías capaz
de alejarte para siempre de algo. No hay motivos suficientes para querer empezar
a ser de aquí a estas alturas.
Tampoco hay motivos suficientes
para autoconvencerme de que puedo resistirme a su atardecer, por lo que dejaré
el discurso de lo que no es suficiente para aquellos que aun estén a tiempo de
volver a casa antes de que empiece a caer el sol, porque cuando ya lo has visto
solo quieres dejar que Madrid te lleve al cielo.
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