domingo, 20 de mayo de 2012

XXVII. No hay un cuchillo tan desafiante como el pretérito imperfecto.



Frío pero luminoso, una punzada de esperanza en el estómago de Rebeca tras colgar el teléfono. No un rayo de esperanza, si no una punzada, como las agujetas que le salen al que lleva mucho tiempo sin hacer deporte.

Pese a lo que debería pasar, no tenía mono de sustancias ilegales, solo tenía mono del aire frío de Noviembre por la noche tras varios días respirando ese oxígeno viciado, pegajoso y demasiado caliente del hospital; y la impotencia ante el retraso de lo que sería su libertad definitiva le dolía más que las heridas.

Aunque se había acostumbrado demasiado a no registrar caras en su cerebro (a parte de las mínimas necesarias para comprar y vender sus drogas), eso empezaba poco a poco a cambiar. En realidad, esa capacidad para olvidar nombres y caras no había sido una norma autoimpuesta en su huida. La traía adherida toda la vida. No era cuestión de memoria, más bien era un recurso de supervivencia, una de esas variaciones positivas que daban lugar a la evolución. Como el veneno de una serpiente. No, más bien como una anestesia ante el dolor de los recuerdos.

Ahora esto cambiaba. Su supervivencia de repente dependía de sus relaciones con el exterior, estaba tan encerrada que había dejado de poder valerse por sí misma. Ni siquiera se podía mover, y aunque con un par de miradas (o quizá un poco más que no le molestaba ofrecer) podría haber salido de allí, no era capaz de moverse, y una de esas miradas quizá sólo hubiese dado pena.

Mientras tanto, las punzadas se sucedían en su abdomen, como si la libertad que suponía su dieciocho cumpleaños quisiera escaparse de su estómago; y en otra parte del hospital, una chica rubia de rizos inocentes, en sudadera y vaqueros, con una mochila bien llena, preguntaba en recepción por su propio nombre. La mochila, llena con pantalones, camiseta, cazadora y zapatillas, por si la ropa que Rebeca llevaba el día del accidente se hubiera desintegrado, y bastante dinero para pagar al taxi que esperaba en la zona más inadvertida del hospital, para cuando las dos chicas consiguieran salir de ahí.

No resultó tan fácil, pero la escapada maquinada en la cabeza de Claudia de camino al hospital sin ni siquiera haberlo visto por dentro, funcionó. Conseguir la silla de ruedas para transportar a Rebeca fue fácil, no tanto mover a la chica, ni no cruzarse con ningún médico por los pasillos. En realidad, no era demasiado complicado salir de un hospital.

***

Ya en el taxi, Rebeca se mantenía en silencio, con la mirada fija al frente. Había devuelto a Claudia su cartera, pero no sus llaves; y la otra tampoco hizo ningún comentario al respecto, si bien no podía evitar mirarla de reojo cada treinta segundos. Pese a todo, eran completas desconocidas. Claudia había dado su dirección al taxista de antemano, y Rebeca no puso pegas. A Claudia se le hacía raro volver a meterla en su casa, siempre había tenido buena intuición en cuanto a los desconocidos, pero, pese a que las apariencias y primeras impresiones de Rebeca indicaban todo lo contrario, algo dentro le decía a Claudia que no era peligrosa. Al fin y al cabo, no se podía mover.

***

Tan pronto como se hubo recuperado, varios días de explicaciones escasas y silencios incómodos después, volvió a huir de la casa de  Claudia. Tenía mucho que agradecerle, pero volvía a no necesitar a nadie para su supervivencia, y no estaba preparada para volver a establecer lazos afectivos con ningún ser humano. Volvió a huir, de madrugada, eligió un jueves del ya comenzado diciembre. Nunca le dijo a Claudia que ella fue su regalo de cumpleaños, su libertad. Pero ya no era tan fácil la escapada, ya no estaba su única compañera veloz de fugas. V había muerto y Rebeca había sobrevivido, la echaría de menos. Se le escapó media sonrisa al pensar que lo único que iba a echar de menos en su vida era una moto.

Con unos gramos escondidos bajo la camiseta y un buen par de tacones, se materializó entre humo de cigarros prohibidos, entre demasiados cuerpos que luchaban por no chocar entre ellos al bailar (o rezaban por hacerlo), en mitad de una música atronadora. Un aspirar cargado de algo más que aire y se fundió con la música. Un roce, sudor. Solo aliento y vaqueros por medio, y un par de dedos deslizándose por el borde de éstos, desafiando el límite de la distancia. El capó congelado de un coche era suficiente, sobraban las palabras. No quedaba hueco para el frío entre sus piernas, así era Rebeca. Pero con las primeras embestidas, llegó el dolor. Se partía en dos a cada una, por la misma herida cosida que la había obligado a quedarse quieta semanas. Apretaba los dientes, pero no era suficiente. Temblaba, se partía. Lo empujó, se abrochó los vaqueros y desapareció. Unas rayas para ahogar esa noche de fracaso, y echó a andar por calles desconocidas. Aún era pronto, pero para ella la fiesta había acabado.

***

Apareció al amanecer. Rebeca nunca iba a ningún lado, sólo se dejaba llevar. Si veía algo curioso en mitad de su camino a ninguna parte, lo seguía, y si no cambiaba de calle cuando se cansaba de la que andaba. Al fin y al cabo, si no hay destino, no hay posibilidad de perderse, y la ciudad no le permitía andar demasiado tiempo sin tener que parar en algún sitio. Los tacones seguían clavándose firmes en el asfalto, pero las piernas le temblaban. Quizá por el bajón de la cocaína, quizá por las horas que llevaba sin comer, quizá por los kilómetros andados sobre los zapatos o por el frío que se clavaba entre sus poros.

Aún seguía todo en su sitio, como la última vez que lo vio. La gran casa blanca, rodeada de un jardín en el que eran más las malas hierbas que el césped, como totalmente abandonado. El aire se intentaba colar entre los eslabones oxidados de las cadenas que sostenían un par de columpios, cristalizadas de escarcha. El coche de su padre aparcado frente a la puerta, los cipreses rodeando la casa, preñados de pájaros en su interior. Pero todo era un tono más gris. Quizá se lo había pegado Diciembre, o quizá eran los recuerdos. Se le entrecortaba la respiración y se le congelaban los ojos, secos, por no poder parpadear. Incluso la escarcha se apoderaba del pelo de Rebeca, inmóvil tras uno de los cipreses. El que tenía sus iniciales escritas con compás.

Y al norte, algo se movió. Otra vez esa cabellera castaña de trece años pegada a un cristal. Esa sonrisa que tan dulce como fuera, casi había sido sinónimo de muerte unas semanas atrás. Esos ojos, copia de los de Rebeca, que siempre ganaban al escondite.

Era momento de volver. Volver, a ninguna parte. Quizás a casa de Claudia, quizás intentar recuperar aquel piso amueblado con cajas vacías de pizza. Pero era el momento, se lo decían sus labios astillados, sus huesos húmedos.  Era hora de quedarse dormida, aunque fuera deseando no volver a despertar. Que ya se había cansado del mundo, que prefería quedarse dormida siempre, soñando con cualquier cosa sabiendo, en el fondo, que hiciera lo que hiciera no iba a joder a nadie, y que nadie la podía despertar justo en ese momento perfecto que nunca pasaría en la realidad. Que en ese volátil mundo de los sueños no había que tomar decisiones, ni se podía equivocar, ni corría riesgos ni responsabilidades. Allí donde ni siquiera sentir que no puedes mover los pies cuando te persiguen es un problema real. 




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