sábado, 7 de enero de 2012

XXIV. Oh take me from the hospital bed. Wouldn´t it be grand? It ain´t exactly what you planned.


Bip, bip, bip, bip. Un pitido intermitente, regular y constante, como un metrónomo digital a setenta pulsaciones por minuto. Eso es lo primero que escuchó. Después se fueron despertando el resto de los sentidos. La aspereza de una tela rígida cubriendo sus piernas desnudas, el olor a anestesia, plástico y enfermedad, e incluso el sabor de la sangre seca en su boca. Inevitablemente se intentó mover, y la sábana que la cubría pareció incendiar cada centímetro de su piel. Algo después esos pitidos fastidiosos la llevaron  a imaginar los latidos de una especie de corazón-robot; y se dio cuenta de que quizá serían los del suyo propio. Y, por tanto, que aunque no recordase más que los labios de su hermana susurrándole disparos, seguía viva.

Estaba despierta, pero las heridas que había causado el accidente seguían ahí. Aún no había abierto los ojos, ya que tenía miedo de lo que se podía encontrar. Estaba tumbada en una cama, y eso era lo único de lo que estaba segura. No sabía hasta qué punto podía llegar a ser malo lo que la esperaba cuando abriera los ojos; pero, aunque el miedo bloquease los músculos orbiculares de sus párpados, tenía que averiguarlo. Le costó setecientos diez pitidos abrirlos. Y otros setecientos diez volver a pensar con claridad. Una de esas habitaciones de hospital con paredes pintadas de un irónico verde esperanza se elevaba a su alrededor, y eso no eran buenas noticias. Tampoco lo serían estar muerta, ni estar en la casa de la que llevaba tanto tiempo huyendo. Definitivamente, el propio accidente no había sido una buena idea.

Rebeca pensó en desaparecer, en que desearía sobre todas las cosas ser incorpórea, sólo alma, solo esencia. A veces lo conseguía, se evadía del mundo, se libraba de las cadenas materiales del cuerpo para desvanecerse en el aire. Pero ahora no tenía drogas que la elevaran y la transportaran. Sólo quería seguir adelgazando; que los cuarenta y cinco kilos adheridos a sus huesos se convirtieran en gramos y el viento entrara por esa ventana de la izquierda y la balancease en sus brazos como a una pluma, sacándola de allí. Cerró los ojos y esperó a que su respiración fuera inconsciente. Intentó no pensar en nada, pero le aterraba que esos médicos descubriesen la verdad, que algún tipo de policía hubiera encontrado la cocaína que guardaba en la moto, o peor aún, que intentasen llevarla de vuelta con su familia (o lo que quedaba de ella). Y justo ahora, que imaginaba que quedaba -aunque no supiera exactamente qué día era- menos de cinco días, suponiendo que no hubiera sido ya. Ahora que estaba justo a punto de conseguir librarse de todo, de las búsquedas y los escondites obligados, las huidas literales... 

Volvió a querer desaparecer, como siempre. Hizo ademán de moverse, con toda la intención de quitarse la vía intravenosa y escaparse de allí. Pero al mínimo intento de revolverse sintió como que le estallaba la piel. Se miró: tenía el brazo derecho totalmente cubierto de costras recientes –no debía llevar mucho tiempo allí; sólo recordaba que el día que vio a su hermana era la mañana del dieciséis de  noviembre-; y su brazo izquierdo estaba cubierto por una escayola. Sus piernas estaban también cubiertas de heridas, profundas, pero no parecían demasiado graves, solo dolorosas. Sin embargo, lo peor estaba en su abdomen, vendado. No pudo evitar levantar la gasa, y le ardió un corte que ascendía desde dos centímetros a la izquierda de su ombligo hasta su costado; al contacto con el aire. Unos veinte centímetros cosidos con incontables puntos de sutura. No tenía muy buen aspecto.

“Joder”.

Estaba atrapada, como nunca. Ni siquiera tenía algo que meterse para desvanecer el dolor y sentirse libre. Tenía que enfrentarse a la realidad que llevaba tanto tiempo evitando, a la fuerza. 

Toc, toc toc. Llamaban a la puerta. Sin esperar respuesta, un enfermero que no llegaba a los cuarenta, moreno de pelo y de ojos castaños, se acercó a ella. A su derecha había una cama vacía, estaba sola en la habitación.

-Parece que ya te has despertado.-El enfermero sonrió. –Voy a curarte esas heridas, y ya que te has despertado te traeré los analgésicos para que los tomes tú en vez de meterlos en la vía, ehhm… -miró una tarjeta buscando el nombre de la paciente- ¿Claudia?

Rebeca se quedó atónita. Al menos era un rayo de esperanza, su familia no sabría nada. Asintió, nunca se le había dado mal mentir.

-Bien, Claudia. No encontramos nada más que tu DNI y tu teléfono móvil, pero en ninguna parte un teléfono para llamar a tu familia, debemos hacerlo porque eres menor de edad. Pero no te preocupes, hemos mandado una carta a tu casa, bueno, a la dirección que ponía en tu DNI.
-Está bien.- “Mierda” pensó. ¿Qué hacía ahora? Había dejado escrito su teléfono en algún lugar en la habitación de Claudia, pero por lo visto ella no lo había encontrado, o no tenía ninguna intención de llamarla. 

No la había cogido adrede. La cartera, con el DNI de Claudia en su interior debía de hacer estado en la chaqueta que le "tomó prestada" a Claudia la madrugada del accidente; pero de momento, aunque no la hubiese salvado, le daba unos minutos más de vida. Pero si llegaba esa carta a casa de Claudia sería el fin. Probablemente la cogerían sus padres, y cuando se dieran cuenta de que había un error avisarían al hospital. Rebeca pensó en la posibilidad de escaparse de allí otra vez, antes de que esa carta llegara a la casa. Pero el escozor de la herida de su vientre al acariciar la pomada cicatrizadora que le extendía el enfermero le volvió a recordar que eso era imposible. Al menos durante unos días. Ahora solo le quedaba inventarse una divinidad a la que pedirle misericordia, o el milagro de que Claudia la llamase.

-Disculpe, señor…
-Antonio, me llamo Antonio- volvió a sonreir.
-Antonio, ¿me podría decir qué me ha pasado y cuántos días llevo aquí?
-Mmmm, espera. –Volvió a mirar esa tarjeta en la que había encontrado el supuesto nombre de la paciente- Parece ser que tuviste un accidente en moto en un cruce enfrente de la Cibeles. Calle de Alcalá con el Paseo del Prado. Parece ser que te saltaste un stop y un coche chocó contigo por tu derecha. La verdad es que tuviste suerte, porque tu moto quedó destrozada. Tienes todo el cuerpo sollado de la caída, una brecha en la frente que creemos que no te va a traer ninguna complicación importante pero debemos tenerte en observación. Además una doble fractura de cúbito y radio en el brazo izquierdo que operamos esta mañana. Sin embargo… Claudia, lo peor es lo de tu vientre. Creo que ya lo has visto, tienes un corte, una llaga de dieciocho centímetros en tu abdomen bastante profunda que ha podido dañarte órganos vitales como el estómago, y quizá incluso el pulmón. No tememos por tu vida, pero has perdido mucha sangre…

Luego le dijo que había estado a punto de entrar en coma, la enorme pérdida de sangre la había dejado inconsciente y la transfusión no había podido ser inmediata, pero ahora en cuanto a eso estaba bien, sólo baja de defensas, de hierro, de vitaminas y esas cosas. Y que lleva allí cuatro días. Era domingo, veinte de noviembre, y el siguiente día se acababa su tiempo de espera y el plazo del mundo para encontrarla. Veintiuno de noviembre, iba a celebrar su dieciocho cumpleaños, su definitiva libertad, encerrada en un hospital desconocido, en una identidad falsa, en un cuerpo destrozado.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Escribes realmente bien, me mola mucho tu blog la verdad :) asi que nada te sigo!

Nazaret Coquette dijo...

:)¡Qué gran capítulo!