lunes, 26 de diciembre de 2011

XXII. Yo que encontré mi lugar en el color de tus ojos.


Habían pasado tres días desde aquel día en que Rebeca no apareció en el callejón de la juguetería con la cocaína, y aun sentía como un puñetazo en el pecho cada vez  que se acordaba de ella, que era  aproximadamente cada dos minutos. Media hora después de que su reloj marcase la hora exacta esa mañana del dieciséis de noviembre, la hora a la que había quedado  con ella, sintió ese primer puñetazo. No sabía qué le había podido pasar, por qué no llegaba. Su sexto o séptimo sentido le decía que había problemas, pero no quería imaginarse lo peor. Abrió uno de esos chupachuses que cambiaban de color, a los que llevaba siendo adicto casi diez años. Se ajustó los grandes cascos en las orejas y se retiró el mechón de pelo negro que le molestaba en los ojos. A ritmo de Lou Reed todo era más fácil.

Decidió intentar dejar de pensar en ella, pero le resultaba imposible. Centró su atención en el ordenador portátil en el que estaba intentando retocar las últimas fotos a última hora para una exposición suya que se inauguraba el día siguiente. Era sobre personas, concretamente sobre sentimientos. Modelos de todas las edades, gente  corriente con una chispa especial que había llamado la atención a Marc, nada más. La idea se le ocurrió tras aquel primer contacto con Rebeca, aquella tarde cualquiera con un par de colegas en un banco echándose un último porro antes de decidir a dónde ir, y esa ventana transparentando quizás adrede su cuerpo. En apenas dos semanas ya tenía doscientas fotografías, de las que seleccionó cincuenta, que en ese momento terminaba de retocar. Y en todas, escondida donde menos se apreciaba, una minúscula cifra: setecientos  diez. Lo hacía en todas, absolutamente todas las fotografías que hacía, era como un homenaje en secreto a Rebeca, aunque ella jamás lo entendiera, quizás ni siquiera se diese cuenta de que esa cifra estaba allí escondida en alguna parte de la fotografía. Era un recuerdo del primer día que fotografió a una persona.

Dos horas después ya había acabado con las fotografías, el último día a última hora, como siempre. Le había dado tiempo, sin embargo ahora que había terminado el trabajo volvía estar a la intemperie, expuesto a no dejar de pensar en qué le habría pasado a Rebeca, expuesto a esos molestos puñetazos.

Se acordó de Edu y Carlos, sus amigos. Bueno, en realidad no hacía mucho tiempo que los conocía, y no sabía si considerarlos amigos o no. No tenían muchas cosas en común, pero al menos ellos se habían abierto a él, eran las primeras personas que se acercaban a él, que no lo rechazaban  por ser diferente y, ¿por qué no? Por ser mejor que el resto. Él estaba sentado en ese parque al que no iba nadie, el del arco cubierto de enredaderas en la entrada, el parque al que los árboles prohibían la entrada al sol. Se acababa de tumbar, después de haberse fumado un porro. Le gustaba tumbarse, para relajarse completamente. Cerraba los ojos y era como si entrase en trance. Después, recordaba que se levantó, sacó de su bolsillo una bolsita llena de cristalitos minúsculos. Se chupó el dedo y lo metió dentro, para que unos cuantos se quedasen pegados. Sacó el dedo de la bolsita y se lo chupó. Metilendioximetanfetamina. Entonces pasaba de la relajación de los porros a un estado de euforia, del MDMDA. Se sentía casi como si volara. Estaba solo, de  pié en mitad del parque, se puso a dar vueltas sobre sí mismo. Las hojas verdes de los árboles se fusionaban en una masa heterogénea del mismo color, parecía que el tiempo se paraba y que quedaba encerrado en una burbuja verde. Entonces empezó a ver puntitos de colores dentro de su burbuja  verde, y luego manchas, dos grandes manchas, una roja y otra verde. Paró en seco. Bueno, su cuerpo paró en seco, su cerebro siguió dando vueltas casi un minuto más, y cuando paró, aun con el M chispeando en un canon de cortocircuitos en sus neuronas, esas dos manchas no estaban. Silencio absoluto, pupilas dilatadas en busca de máxima concentración, unos segundos de tensión y una repentina garra tapando su boca, con fuerza. Intentó gritar, inútilmente.

-Eh, eh, eh, tío, por favor, no hagas ruido, corre, escóndete aquí con nosotros, pero no hables.

La mancha roja se había vuelto a materializar delante de él. Tenía forma de chico de último curso de instituto, con la mochila colgada de un solo hombro y su cara ovalada coloreada de un rojo sanguíneo propio de una carrera delante de la policía. Marc obedeció, el colocón no se había terminado de extinguir, y le apeteció seguirles el juego. Los dos, mancha roja y verde, se agazapaban detrás de un banco, ¡inocentes! Marc corrió hacia el segundo banco empezando por la izquierda, donde el seto de detrás, que había crecido a lo ancho algo más que el resto, dejaba un espacio vacío en el que podían caber los tres.

-Acabáis de descubrir la guarida del lobo. Esto es privado, asique no me gustaría ver por aquí a nadie, ¿entendido?- Media sonrisa y breve guiño de ojos azules, y mensaje captado por las otras partes. Marc no era muy simpático, verdaderamente no tenía costumbre de relacionarse con el resto de la población mundial, pero no le importaba demasiado, no era de los que se deprimían por ello, en ningún caso se sentía inferior a los demás. De hecho sabía, nunca había dejado de saber que pertenecía a una categoría superior. 

Y ese hueco… ese hueco era fruto de sus sueños más íntimos, de las escapadas de casa para buscar algo diferente a la relación incómoda que tenía con sus padres, un paso propio hacia el aislamiento en busca de sus sueños. Cuando se acordaba de Rebeca, se refugiaba allí, llevaba haciéndolo casi diez años. Ese día era de los que el viento y sus piernas irracionales le habían llevado hasta allí, y de los que el cielo gris con sus grises nubes preñadas de tormentas le había recomendado no meterse en el matorral. No era buena idea meterse en un agujero como ese cuando está a punto de diluviar. Esas dos manchas personificadas aún tenían la respiración entrecortada y el rubor en sus mejillas, y a duras penas podían dejar de mirar a través del seto hacia la entrada del parque.

-Muchas gracias, tío, nos has salvado la vida. Me llamo Carlos- Le tendió la mano a Marc, que la miró un poco extrañado antes de dársela. Era el chico de la sudadera verde. –Él es Edu.

-Yo soy Marc.

Pisadas fuertes y rápidas, frenaban de golpe. Entre las hojas se distinguían tres cuerpos vestidos de policía. Unos segundos más tarde, dan el parque por vacío y continúan su persecución. Dentro del matorral, los dos chicos se deshacían en suspiros de alivio. No sabía si era por la alegría y el alivio de aquellos dos chicos con sudaderas al deshacerse de la policía –pronto Marc confirmó su teoría de que les habrían pillado con algo de hierba-, o porque Marc seguía colocado, pero al día siguiente quedaron otra vez. Y así sucesivamente durante unos cuantos meses, en los que se habían convertido en lo más parecido a un amigo que había tenido nunca Marc. En verdad no se necesitaban, Marc no compartía ningún secreto con ellos dos y viceversa, al igual que ellos dos no habrían dado nada por él, y viceversa. A Marc le parecían demasiado infantiles, todo el rato pensando en el sexo que no tenían, en videojuegos y en cosas insustanciales, y ellos pensaban que él era jodidamente raro, que no daba el más mínimo indicio de tener vida social. No había ninguna razón coherente por la que salieran juntos, pero no habían dejado de hacerlo.

Esa tarde de diecinueve de noviembre, como las demás junto a Edu y Marc, se resumió en unos cuantos porros y una cantidad similar de botellines de cerveza. Entre trago y trago, Edu y Marc comentaban el tiempo que llevaban sin pillar cacho, y Marc los escuchaba, o hacía como que los escuchaba mientras sus pensamientos divagaban irracionalmente. Y, por primera vez desde que ocurrió, a alguno de los dos se le ocurrió mencionar a la chica desnuda de la ventana.

-Bff, aquello fue impresionante, el mejor polvo de mi vida- Pero el hecho de que la situación fue compartida por los tres, daba un tono tenso e incómodo a la situación, quizá por ello ninguno lo había mencionado antes.-Y ni siquiera sabemos cómo se llamaba.

En realidad, eso no era del todo correcto, Marc sí que sabía cómo se llamaba. Y que tenía un lunar en la nuca que quedaba un par de centímetros a la izquierda de la raya que partía su madre cuando le hacía dos trenzas, hacía casi diez años. Y también sabía que sus ojos te contaban diez mil historias antes de cerrarse en el próximo parpadeo, pero que todas las dejaba a medias con sus enigmas sin resolver.

Sus ojos. Era eso lo que faltaba en su exposición. Y se levantó, y echó a correr ante la atónita mirada de Carlos y Edu, que, aunque se podían esperar cualquier cosa de él, nunca dejarían de sorprenderse. 

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