En la madrugada del recién comenzado- a penas cuatro horas
antes- dieciséis de noviembre Claudia había estallado. Se debatía entre el
histérico llanto y los gritos rasgados, ya a penas sabiendo lo que decía,
víctima de miedos y fantasmas, de un embrollo de emociones bloqueando su ya de
por sí especial cerebro. Mientras tanto, la chica morena enfrente de ella
parecía no inmutarse, pero sus ojos oscuros reflejaban intranquilidad, de
nuevo. Una intranquilidad poco común quizá, pero intranquilidad al fin y al cabo.
Hasta que Claudia, ya no dueña de su cuerpo y de sus actos, comenzó a
zarandearla, la agarró de los hombros y se acercó aún más a ella, exhalando en
un último aliento un “¿Quién eres?” antes de desvanecerse.
Después reaccionó, algo más tranquila. Comenzó a pensar por
primera vez en todo el día algo lógico desde que había huido corriendo esa
mañana del parque. Aún seguía teniendo muchas dudas y la necesidad de que
alguien se las respondiera. Quizá era esa chica la única capaz de hacerlo, a
demás de Marc, pero no sabía ni era capaz de querer saber nada de él
durante al menos unos días. La chica estaba sentada en el suelo del parque, a
su lado, fumando un porro. Como esa mañana. Al ver a Claudia algo más relajada,
le tendió la mano pasándoselo. Claudia no fumaba porros, solo tabaco,
antes para relajarse, últimamente habitualmente, pero nada más. Sin embargo lo
cogió, ¿qué importaba? Compartieron el porro hasta el final, en silencio,
simplemente mirándose curiosamente, sin hacer ningún tipo de comentario. Hasta
la última calada, cuando Claudia volvió por enésima vez a repetir “¿quién
eres?”.
***
No podía dejar de preguntárselo desde que ella lo había
hecho por primera vez ¿Quién era? Rebeca no sabía qué contestar, qué
contestarse a sí misma. No le costaba nada decir que se llamaba Rebeca, que iba
a cumplir los dieciocho años en unos días. Pero, ¿qué mas? No sabía nada de lo
que había sido su familia desde hacía algo más de un año. Desde hacía menos de
veinte cuatro horas, ni siquiera tenía una cama en la que dormir, y su vida se
diluía en todo tipo de drogas, alcohol y sexo como medicina ante el recuerdo de
lo que ella era, de quién era. Ya no era nadie, era una sombra, vivir rápido y
morir joven se habían fusionado de forma que vivía sin vivir, sin ser nada,
solo pretendiendo ser lo que nunca había sido, evitando lo que era, olvidándose
de lo que echaba de menos, engañándose.
-No soy nada. Soy… una mentira, soy lo que no soy- dijo,
sonriendo misteriosa y amargamente. -No soy nada.
-Yo soy Claudia.
-Me llamo Rebeca.
Continuaron mirándose. De nuevo una situación extraña, un
sentimiento de rechazo mutuo, pero de atracción. Eran polos opuestos. Ambas
pensaban en cuál iba a ser la próxima pregunta de la otra, ambas esperaban
calladas a que la otra dijera algo. Pero nada, silencio. Un rato después,
Claudia, como cualquier cosa, preguntó:
-¿De qué conocías a Marc?
-No lo sé- contestó Rebeca, después de imaginar que Marc
debía ser el nombre del chico de los ojos azules que estaba con Claudia esa
mañana en el parque. Habría dicho que no lo conocía, pero algo en su interior
le había confesado esa mañana que habían tenido algo en común alguna vez.
Nunca se acordaba de ninguna cara. De hecho, no recordaba
ninguna de la enorme lista ya de personas con las que había pasado noches,
compartiendo salivas y otras sustancias. Pero ese chico tenía algo especial,
algo diferente de todo el mundo. Le sonaba, estaba casi convencida de que
alguna vez se había acostado con él. Más de una sería muy difícil, Rebeca no solía
ir siempre a las mismas discotecas, y Madrid estaba lleno de gente. Pero algo
debía de haber pasado entre ellos. Porque… No, rechazó la idea de que lo
conociera de antes, de cuando aún tenía un hogar, una familia y una vida
normal, no. Había borrado a base de narcóticos la mayoría de los recuerdos de
esa época.
-Se que lo he visto alguna vez- continuó- pero no me acuerdo
demasiado. Sólo me sonaba su cara, nada más.
Claudia, escéptica, no creía demasiado lo que la chica
contaba, pero lo dejó pasar. Ahora ya más relajada, veía el agotamiento grabado
a fuego en los ojos poco expresivos de Rebeca.
-¿Vives muy lejos de aquí?
No, no vivía en ningún lado. No lo había pensado pero
probablemente esa noche fuera a dar una vuelta por alguna discoteca, a intentar
vender todo lo posible y conseguir dinero para pasar la noche en cualquier
hostal. Pero unos minutos después ambas sobre la Harley Davidson llegaban
a la casa, como siempre vacía de Claudia. Rebeca dormiría allí esa noche. Aún
ambas con emociones -antes encerradas bajo llave- a flor de piel, ocultaron sus
dudas, dándose ambas por vencidas al enemigo, uniéndose a él, una a la otra.
Noche cerrada y fría. Rebeca, necesitaba algo, un momento de relajación antes
de acabar ese largo día intermitente de cuarenta horas. Buscó en el bolsillo de
sus vaqueros, sacó una pequeña bolsa de plástico y se hizo una raya con el
polvo blanco de su interior. Ketamina.
Vaqueros. Su camiseta preferida, esa que tenía mil años y
más recuerdos borrosos. Calcetines, sujetador. Las braguitas con el encaje rosa. Todo
fuera. Solo ella, la fusión ambigua de su cuerpo y su alma. Esa masa
heterogénea de sangre, huesos y piel, y la invisible nube etérea y volátil que
formaba su ser. Frío el suelo bajo sus pies descalzos. El fino pelo dorado de
sus brazos despertaba al contacto con el aire, pétreo, que entraba por la
grieta de dos centímetros de aquella ventana de esa casa ajena abierta. Un
paso, dos, tres más. Un susurro que se tornó violento, y suave otra vez, y las
gotas de agua de la ducha hirviendo resbalando por cada milímetro de su piel.
Desaparecía el cansancio. De repente, algo se paró de golpe, como un choque
brutal, pero en silencio. El tiempo. Sus parpados iban anocheciendo, la última
ranura se había emborronado de gotas de agua mezcladas con rímel. Negro. Un
chasquido fortuito, una calada. El humo del último Camel del paquete, ese al
que antes de ayer dio la vuelta para que le diera suerte -una de las pocas
costumbres inconscientes que seguía conservando del pasado- parecía no parar
nunca de salir de sus pulmones, lento. Y se fundía con el espeso vapor del
agua, que, tan caliente, había insensibilizado cada poro de su piel. Sus
sentidos iban evaporándose. No oía, no olía, no veía, no sentía, no notaba el
sabor de la última calada. Nada. No existía ni el tiempo ni el espacio. No
tenía cuerpo, ya solo quedaba su alma. Dejó de pensar. Y se elevaba, con el
humo y el vapor. Se estrellaba contra los espejos, descubriendo al mundo esa
inicial escrita con la firma de sus huellas dactilares. Se escapaba por la
rendija que había dejado abierta en la ventana, porque dos centímetros eran
suficientes para que el alma cupiese, huyendo con el viento porque había soñado
con tocar el cielo. Desaparecer.
1 comentario:
Se estrellaba contra los espejos, descubriendo al mundo esa inicial escrita con la firma de sus huellas dactilares.
Eres buena Nath... muy buena. ¿Es parte de una novela?
Siempre me gustó el nombre Rebeca :)
Publicar un comentario