Ese mismo sábado noche de finales de octubre, en los barrios
más peligrosos de Madrid, Amélie se acordaba de aquella noche, mes y medio
antes, en la que pasó al bar de la esquina en la que solía esperar a que
aparecieran clientes. Después de esa, había vuelto a pasar unas cuantas noches
más, porque el frío empezaba a hacerse notar, y el repulsivo dueño del local
solía no cobrarle los cafés a cambio de algún favor de los que ella sabía
hacer.
En ese momento se encontraba en el bar. Era pronto para que
algún coche parara a buscar sus servicios, aún había algo de luz y los clientes
preferían que nadie los viera con ellas, por lo que había pasado a tomar algo mientras
vigilaba que ninguna otra ocupase su esquina. El dueño se acercaba desde el
fondo de la barra, cubierto, como siempre, en grasa y sudor, con esa media
sonrisa que provocaba más repugnancia que simpatía a su alrededor, mirándola
con lascivia.
-¿Qué quieres, conejita, lo mismo de siempre?- Preguntó.
-Sí, un café solo- Contestó la chica, con su original deje
francés.
-¡Ay, zorrita! ¡Cómo te gusta…!- Decía el hombre mientras se
alejaba.
Amélie esperó mirando la televisión. La tercera noche que
fue al bar decidió que por mucho que lo intentara iba a resultar imposible
adivinar el color auténtico del suelo del local, por lo que se entretenía
viendo la tele mientras le servían los cafés. En ese momento acababa un
programa de estos en los que abuelas aburridas en sus casas llevan a las nueras
para dejarlas en ridículo delante de toda España; y comenzaba el telediario.
Tras la musiquita inicial de la cabecera, una presentadora de unos treinta años
a lo sumo, muy bien maquillada y vestida, saludaba diciendo "Buenas noches, hoy es sábado, veintinueve de octubre...".
Amélie se quedó en blanco en ese momento. Nadie,
absolutamente nadie se olvidaba de una fecha como esa, y a ella le acababa de
pasar, por primera vez en la vida. Era su veintidós cumpleaños y lo había
olvidado. Y lo peor es que no le importó demasiado, pero cuando llegó el
camarero con ese café (que a nadie le gustaría demasiado saber cómo se había hecho),
lo miró con su cara inexpresiva y le dijo:
-¿Sabes? Me acabo de dar cuenta de que es mi cumpleaños.
Y en ese momento ocurrió una de las cosas que menos te
puedes esperar cuando estás sentado en un sitio inmundo y mugriento, dándote
cuenta de que falta poco para que te olvides hasta de tu propio nombre. Se
abrió la puerta del garito y entró un hombre. Pero no uno de esos especímenes
borrachos y sin dientes, sino un hombre de los que podían ser llamados hombres.
Alto, bien peinado y con ropa limpia. Eran solo unos vaqueros oscuros y una
camisa de rayas azul clara metida por dentro, pero a Amélie le pareció la mejor
ropa que había visto en años. Y seguramente lo fuera, porque no se solían ver
hombres elegantes por los lugares que frecuentaba, por eso le sorprendió tanto
ver a ese allí. Obviamente, había pasado allí por casualidad, se habría perdido
con el coche quizás.
Confirmando las teorías de la chica, el apuesto hombre que
aparentaba unos cuarenta años, se acercó a una máquina de tabaco y pulsó el
simbolito del Marlboro. A continuación, se acercó a la barra y comenzó a hablar
algo que Amélie no alcanzaba a escuchar con el camarero.
El café se estaba enfriando, pero ya se había olvidado de
él. Todos sus sentidos estaban fijos sobre aquel hombre, como un niño pequeño
que ve el arcoíris por primera vez. Inmediatamente, los dos hombres, tanto el
repulsivo dueño del bar, como su antítesis con vaqueros y camisa limpia, la
miraron a la vez, haciéndola comprender que hablaban de ella. Amélie no sabía
cómo sentirse, no sabía si en esos casos debería apartar la mirada, o intentar
salir corriendo o acercarse a ellos, pero no hizo nada. No se movió, no dejó de
mirar, no cambió su expresión. Solo tenía una sensación extraña, inexplicable
en el cuerpo. Supuso que sería algo propio de los veintidós.
Cuando volvió a darse cuenta, el hombre que minutos después confesó llamarse
Ángel, acababa de acercarse a ella con un vaso de whisky con naranja en la
mano. ¿Por qué no? Total, era su cumpleaños y nunca había estado con un hombre
como aquél. Varios whiskys después, Amélie iba subida en el Audi de Ángel, en
dirección a la casa de éste, y, bastante poco acostumbrada a beber tanto,
miraba por la ventanilla del coche negro, intentando grabar lo máximo de esa
noche en su memoria, como si fuera un sueño, y en cualquier momento pudiera despertar.
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