martes, 30 de agosto de 2011

IV. Nunca saber donde puedes terminar, o empezar.


Ella sí era como todas las chicas normales que van al instituto, era de las que los jueves a las siete de la mañana se despertaba para ir a clase. Ese día iba un poco tarde, al parecer el nuevo tono que había puesto a la alarma del móvil no la había despertado, tendría que cambiarlo esa tarde. Corrió hacia la ducha, mirando el reloj cada treinta segundos como en un intento de tener vigilado el tiempo para que no se escapara, pero el tiempo es rebelde, descarado, no le importa huir delante de tus narices por mucho que lo necesites. No le iba a dar tiempo a andar secándose el pelo, ya se haría una trenza en el metro, suponiendo que le diera tiempo a cogerlo. Se vistió a trompicones, sin dar importancia a que los botones de la camisa estuvieran mal abrochados, y se puso la falda del uniforme. Ese curso, el último del instituto, por fin los alumnos tenían derecho a vestir un día a la semana con la ropa que quisieran, los viernes. Sin embargo a Claudia no le disgustaba el uniforme, siempre y cuando alguien hubiera recortado la falda treinta centímetros y la camisa le quedase bien ajustada. Miró el reloj una vez más, quedaban veinte minutos para que saliera el metro de la parada,  decidió no desayunar, no podía permitirse el lujo de no maquillarse después de las pocas horas de sueño de la noche anterior. 

Claudia tenía una obsesión con la perfección. Esas obsesiones que hacen entrar en cólera si ves un grifo que gotea, un bolígrafo sin tapa, un mantel que cuelga más de un lado de la mesa que del otro… No llegaba a estar considerado como un trastorno serio por la enorme cantidad de médicos a los que sus padres la habían obligado a ir, pero era algo molesto para todo el mundo. Ella no aguantaba ver algo en desorden, un error de cualquier tipo, y no podía evitar intentar arreglarlo, y a la gente no le hacía mucha gracia el hecho de que ella se diera cuenta de cualquier fallo por minúsculo que pareciera. 

La obsesión por la perfección de Claudia no solo se refería a objetos cotidianos, también, y, sobretodo, estaba dirigida a ella misma. Claudia era una chica con un físico notable, pero tenía la necesidad de estar absolutamente perfecta siempre, lo cual la hacía un poco más irritante, pero a la vez una de las chicas más guapas del instituto, y por ello, una de las más populares. Claudia era la versión obsesionada de la chica perfecta de los institutos americanos. 

Cuando acabó de maquillarse ya sólo tenía diez minutos para llegar al metro, y solía tardar casi el doble en hacer el recorrido desde su casa. Sin pensarlo demasiado, cogió la mochila, las llaves, el móvil y el tabaco y salió corriendo a toda velocidad hacia su transporte. Tenía la sensación de no haber corrido tanto en la vida, y de repente se le ocurrió que era extraño que la carrera en que más empeño había puesto en su vida fuera simplemente para ir al instituto, y, aunque sabía que no era lo que debía hacer, paró en seco. Nada la detuvo, ni siquiera la inercia de seguir corriendo que hace que te caigas cuando frenas de golpe. Y no sabía por qué, pero se sintió bien. Entonces, siguió andando en la misma dirección, y mientras giraba la última esquina dentro de la parada vio cómo, a apenas unos metros, la máquina en la que debía ir subida, como todos los días, rumbo al instituto, se alejaba a toda prisa. Y volvió a sentirse bien, y sonrió. No tenía ni idea de por qué lo hacía, pero decidió no preocuparse por nada ese día. Dio la vuelta y salió de la estación sin tener ni la menor idea de lo que iba a hacer ese día, pero estaba claro que no iba a volver a buscar otro metro para llegar al instituto, ese día no. 

En ese estado de locura y felicidad mezcladas homogéneamente, se subió al primer autobús que pasaba, a ciencia cierta de que iba a algún lugar que le iba a gustar. Y de esa forma, se encontró en mitad del Retiro, sentada en el mejor sitio que había encontrado desde el cual ver ese estanque con la gente montada en las barcas intentando controlarlas desesperadamente. Se encendió un cigarro, fumándolo, por primera vez en mucho tiempo relajadamente. Normalmente sólo fumaba cuando algo la ponía demasiado tensa, ya se sabe, para quitarse un poco el estrés del momento, la relajaba un poco. Al principio comía chicles en esos momentos, pero dejó de hacerlo porque perdieron efectividad enseguida. 

Al fondo del lago, alguien intentaba que su barca volviera al punto de partida, pero no conseguís girarla y ésta se había encallado contra el borde del estanque. Inevitablemente, Claudia no podía dejar de mirarlo, ni conseguir no ponerse un poco tensa. Le daban ganas de gritarle “¡Eh, tú! ¡El de la barca! Pon los remos al revés, ¿no ves que así no haces nada?”. Sí, el estado de felicidad momentánea surgido de la nada esa mañana no había conseguido del todo exterminar sus obsesiones, pero era cuestión de no pensar tanto en ello.

Poco después estaba tumbada sobre la hierba, mirando el cielo soleado de ese jueves por la mañana, con la mente totalmente en blanco. A penas había nubes, y el azul del cielo parecía más brillante que nunca, casi artificial, de plástico. Se le daba bien poner la mente en blanco. Bueno, en realidad no sabía exactamente si lo que hacía era de verdad poner la mente en blanco, o solo no pensar en nada, o no prestar atención a lo que pasaba por su mente, o si todas esas opciones en realidad eran lo mismo. El caso es que era capaz de permanecer así durante horas, si nada la molestaba. Entonces, se dio cuenta de que tenía hambre. De echo, no se acordaba de la última comida que había hecho, quizá habían pasado veinte horas o más. Se levantó, en busca de uno de esos puestos de patatas fritas y perritos calientes, o de gofres, o cualquier cosa, pero nada, asique, finalmente y en contra de su voluntad, decidió volver a casa, que debería estar vacía.




No hay comentarios: